El sueño de los niños o la extensión de la infancia (I parte)

Sebastián Gómez Matus

Como corresponde a un sujeto de mi estirpe, la noche del sábado me emborraché hasta el negro. A la mañana siguiente, muy temprano, por primera vez hicimos el amor con Catalina; me duché, preparamos café y salimos, felices, al Bío Bío en busca de unos muñecos del Hombre Araña para los hijos de un amigo, quien es algo así como el epicentro de Santiago. También iba, secretamente como siempre, a ver a mis maestros libreros y a ver si encontrábamos algún libro de Jorge Teillier pero en cambio encontramos uno de su siamés, extrañamente editado: Carta de Amor de Enrique Lihn a Gabriela Mistral, libro que hace años alguien robó de mi casa. Bien hecho.
Con esto quiero decir que fui a lo mismo de siempre. Fuimos al domingo, un día lárico por donde se lo mire. Un día rojo.

En el persa pudimos sentir el anticipo de lo que hoy celebramos: el triunfo de Chile. Anoche fue una vindicación histórica y una lección espiritual. Un amigo lo dijo: “somos la selección más poética del mundo”.
Ayer era el cumpleaños del Chicho Allende, y Miguel, un joven que vende libros en la calle, aceptó que pagara dos mil de El primer libro de Soledad Fariña y le quedara debiendo los dos mil faltantes. Propuse una lógica de intercambio, otra, y él la aceptó. Confiamos en nosotros. El próximo domingo voy y se las pago.

El barrio del Matadero estaba particularmente hermoso; mucha gente con camisetas rojas, trompetas, vuvuzelas. Un ruido jovial, una atmósfera antigua. Parecía la época de la Revolución Francesa: la sangre estaba allí, afuera, a la vista, alegre. El cielo medio borroneado, la blancura de lo no escrito, el candor de la sangre, la Historia y su pereza, vencida. Ayer fue una noche de inflexión: cambiar la Historia del Fútbol Chileno, como se le dijo en la entrevista a Alexis después del partido, bien leído significa cambiar la Historia de un país. Pensé todo el día en un concepto de Althusser: la sobredeterminación. Ojalá no hagamos burla de los argentinos; no se trata de eso. Después de todo, en gran medida aprendimos a jugar al gracias a ellos; además, la victoria es siempre para otros, para los que vienen. Tenemos nuestros maestros zen. Tenemos un siglo y un continente.

Las mujeres también saben de fútbol; lo viven con nosotros, y nosotros, con ellas, vivimos. Encontramos todo lo que teníamos que encontrar y nos fuimos a casa de mis hermanas, en San Miguel, cerca del barrio de Los Prisioneros. Recuerdo haber mencionado esto cuando estábamos a una cuadra de la casa. Recuerdo el bajo de Jorge González con los escudos de los equipos chicos y la palabra Teillier en el muro de la esquina. La victoria se dejaba oler a pesar del aire. Compramos aceitunas en Santa Rosa con Carlos Valdovinos. Llegamos, comimos lasaña hecha por el Gonza, pololo de Lila, mi hermana, ambos con sus camisetas retro, y después de almuerzo con Catalina teníamos que separarnos pero no pudimos. Habíamos visto los últimos dos partidos juntos; el primero, ante México, cuando nos conocimos; el segundo, ante Colombia, fuimos juntos donde un amigo de infancia a quien hace cosa de semanas se le murió el viejo, el Sr. Miyagi. El tercero, qué alegría, fuimos a una pizzería porque nos pareció que teníamos que corresponder a un rito espontáneo, una superstición, una cábala, un símbolo. Ganamos, punto. Nos queremos, punto. Anoche hicimos el amor por segunda vez. Hoy nos levantamos veinte para las siete, ella a trabajar, yo a trabajar, felices.

(continuará…)