[Opinión] Un himno a la estupidez

En tiempos en que el fútbol, de pronto, se instala en el imaginario popular como escenario de batallas simbólicas por nacionalismos trasnochados, los medios y las redes sociales -proverbialmente incendiarias y apócrifas- tienden a exacerbar y distorsionar comportamientos masivos que alientan conflictos y paranoias extemporáneas. Y ya no se trata sólo de si Lionel Messi tiene una mansión más lujosa que Ronaldo o Neymar, o si el Ferrari de Vidal vuela más que el Porsche de Alexis por la autopista del sur, sino de asuntos que a menudo se fomentan sin reparar siquiera en la lógica de su existencia.

Un ejemplo tangible y hasta ahora sin solución aparente ni análisis sensato ha sido la entonación de los himnos nacionales antes de los partidos de selecciones, ya sean oficiales de la FIFA o simples amistosos para generar recursos frescos a las distintas federaciones. Ese rito, que se arrastra por décadas, ha transformado los estadios modernos –pletóricos de auspiciadores y expresiones del libre mercado imperante en la globalización- en insólitos universos humanos donde la pelota logra generar un patrioterismo inaudito.

Y allí, al conjuro de un resultado y 90 minutos de juego-espectáculo-negocio, en el público estallan múltiples manifestaciones de un nacionalismo peligroso y revenido, donde una canción nacional puede transformarse en expresión sublimemente torpe de chilenismo, argentinismo o uruguayismo y un triunfo llega a representar una victoria épica correspondiente a alguna guerra virtual instalada sólo en la mente acalorada de los hinchas.

En esa atmósfera febril que genera un deporte tan pasional y arraigado, se reflejan conductas desmedidas y nocivas, que en cada jornada de las eliminatorias nos remiten al debate por los insultos y gritos xenófobos que pueblan las canchas, llenan páginas y pantallas y activan odiosidades añejas. Y pasa en Buenos Aires, como en Sao Paulo o en Santiago, pues nadie se libra de ese germen que hasta hoy la FIFA no quiso erradicar con una medida sencilla: eliminar los himnos oficiales del programa tradicional para sacar del fútbol un concepto de patria tan alejado de la esencia del concepto. Y es que “hacer patria” no es viajar con marea roja a colgar lienzos en el Obelisco, servirse una parrillada o lagrimear en el palco con el pecho apretado por alguna estrofa del Puro Chile, ni tampoco anotar dos goles a los bolivianos en La Paz. Definitivamente el patriotismo no está allí en juego y, acaso, la única vez que ese principió entró realmente a una cancha fue incrustado dolorosoamente en el alma de los presos políticos que pasaron en 1973 por el estadio Nacional.

Es probable que la renovación directiva obligada de la FIFA y sus cúpulas de las federaciones –aplicada por fuerza de la justicia luego de tantas irregularidades, incluyendo el desfalco de Jadue-, permita que los nuevos responsables reparen en un asunto que aún contribuye odiosamente a esos climas confrontacionales de nacionalismos estúpidos e injustificables. Quizás ya bastara con prescindir de los himnos o, en su defecto, los organizadores prefieran entonar una canción típica de cada geografía: una cumbia, una chacarera, un reggaeton, un candombe, una samba o un merengue. Da lo mismo, en rigor, pero erradiquemos del fútbol esos sentimientos perversos de creer que la patria y la historia se reducen a un entrañable juego de once contra once…