Columna de Juan Oyaneder: El domingo más feliz de mi vida

Cómo puede haber tanta belleza, cómo un partido de fútbol puede causar tanta alegría. Eso lo hablamos mil veces con mi amigo Erick Pohlhammer, que debe estar celebrando como un loco donde quiera que esté.
Por JUAN OYANEDER / Foto: ARCHIVO
Esto va a ser hermoso. Corría el minuto 51 cuando Rangers logra el empate y nos condenaba otra vez más a jugar una liguilla, que siempre ha estado maldita. Pero, esto va a ser realmente hermoso, pensé con esa convicción escasa y azarosa que uno tiene cuando pone el destino en manos de la fe y no de la certidumbre. Yo no soy un hombre de fe.
Y corría el reloj y yo seguía pensando que esto iba a ser simplemente hermoso. Y reflexionaba sobre las temporadas en el infierno, los años en los potreros, la universidad de la derrota, y en cuándo se acabaría por fin ese calvario. El destino, Dios o no sé quién quiere ponerle un toque extra de dramatismo, quiere que conozcas el abismo para que disfrutes del paraíso, quiere que conozcas la pena para que goces la alegría como nadie, para que el blanco sea más blanco, para que el naranja sea más naranja.
Y así fue. En el último suspiro del partido, cuando la tristeza se apoderaba de todos, Insaurralde conecta un centro de palomita, la paloma de la paz infinita, y clava la pelota en un ángulo. Y yo lanzo una puteada que me salió desde la médula, ese desahogo que te libera del veneno acumulado en tantos años de frustración. El abrazo con mi viejo, que fue quien me hizo hincha de Cobreloa y que ya ha desarrollado la capacidad de estar absorto a casi todo y de no emocionarse con nada.

Y luego vinieron los saltitos en la butaca, brincos de caballos salvajes que te sacuden de una alegría que parece que quemara, y esa sensación de que el corazón se te va a salir del pecho, una suerte de infarto epicúreo, tu cuerpo alertándote que va a explotar porque en él no cabe tanta alegría. Un momento absolutamente indescriptible donde el lenguaje no llega, donde las palabras no alcanzan, donde el verbo se vuelve inservible.
Y después vino ese llanto inexplicable, los ojos humedecidos por la alegría que es el mejor oxímoron de todos, y sientes que cada lágrima que sale de tus ojos se lleva consigo la rabia, la bronca y la pena.
Ese sollozo metafísico, que te recuerda que eres débil, que eres quebrantable, pero que a la vez te expía y purifica, y te deja fuerte como un roble. Un simple grito de gol, capaz de desatar ese nudo en la garganta y esa maraña en el corazón contenidas por años.
Cómo puede haber tanta belleza, cómo un partido de fútbol puede causar tanta alegría. Eso lo hablamos mil veces con mi amigo Erick Pohlhammer, que debe estar celebrando como un loco donde quiera que esté. El fútbol es como la vida Oyaneder me decía, a veces uno hace todo bien y las cosas no resultan, otras veces las cosas no resultan porque uno no hace las cosas bien y uno debe darse cuenta de sus errores y enmendar el camino. Otras veces la pelota pega en el palo y sale para afuera, a veces el arquero rival anda inspirado, a veces uno entra en malas rachas. Pero otras veces, las cosas sí resultan, y la nube negra es desplazada por el cielo transparente y uno entra en estado de gracia, a veces hay que tener paciencia.
Y la paciencia y el trabajo tienen siempre su premio. Y el fútbol le regaló el domingo más hermoso de sus vidas a esos mineros que cruzaron medio Chile para estar ahí, a esa madre que llevo a sus hijas que por motivos desconocidos se hicieron hinchas de este equipo naranja, y a mí y a mi hermano, que entró a la cancha a celebrar, y nos dimos un abrazo con mi padre, que probablemente no se dio ni cuenta de que yo ayer casi me reviento de alegría.
JUAN OYANEDER
Periodista. Coautor, junto a Erick Pohlhammer, del libro «Redonda pasión: Lírica y épica del fútbol chileno». Con experiencia en televisión, productoras, empresas, internet y medios escritos.