Amor a la camiseta

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Por Sergio Gilbert
Actualizado el 23 de abril de 2020 - 4:07 pm

En el país actual, en que los clubes son empresas como cualquier otra, que están para maximizar ganancias y disminuir cuanto se pueda las pérdidas, el sentimiento y cariño por determinados colores de parte de los jugadores es un concepto absolutamente arcaico y pasado de moda.

En las décadas pasadas, el amor a la camiseta, a los colores con los cuales uno se identificaba de niño, era parte esencial de la relación sentimental con el fútbol.

No había discusión en eso.

Se decía que ser blanco, azul, rojo, rayado o cruzado, definía no sólo el gusto por un club sino que era, ni más ni menos, que la elección de una religión y a la cual uno debía seguir como un feligrés obediente de todas las leyes y credos que ella impusiera.

No sólo eso. Se pensaba -más bien, uno estaba seguro- que todos los que componían el rebaño debían sentir lo mismo que uno pensaba: el dirigente que contrataba, el gerente que generaba la plata, el entrenador que elegía a los mejores para jugar “a lo Cacique”, a lo “Furia Roja” o “al fútbol de toque” y, por cierto, los futbolistas, nuestros ídolos, verdaderos sacerdotes que profundizaban nuestra adoración a los dioses de colores.

Éramos felices, entonces. Ingenuos, por cierto. Pero felices. 

La camiseta era un emblema que nos llenaba de orgullo y nos distinguía.

Pero los tiempos, claro, fueron cambiando. Todo se fue haciendo “más serio y profesional”.  Menos “lírico y romántico”. La vida y el fútbol mutaron.

Hoy, la misma camiseta que ayer resaltaba sus colores, está ocupada por un puñado de avisos que no dejan ni ver los escudos que nos identificaban como dignos feligreses. Los viejos dirigentes que resolvían en una comida bien regada el contrato de los jugadores, hoy son dueños o accionistas mayoritarios de una empresa que trabaja con el “producto-fútbol” igual como si de autos o salchichas se tratara. Los gerentes, que eran socios que de sus trabajos en los bancos se pasaban al club a seguir sacando cuentas para cuadrar presupuestos miserables, ahora trabajan con planillas Excel sin nombre, solo con números de RUT. Los entrenadores no hacen mucho por mantener “la identidad futbolística. Sólo apuestan a los resultados rápidos, porque saben que hoy, a diferencia de ayer, no hay tiempo para procesos ni proyectos. Menos para estar siguiendo “filosofías de juego”. ¿Los jugadores? Lo mismo. Ellos son trabajadores y besan la insignia que les toca besar no más. No pueden ser fieles ni menos construir su futuro en base a la simple adoración de los hinchas. Deben tratar de generar mientras se pueda. Si es con la camiseta blanca, bien. Pero si la rayada ofrece más, aunque sea en China, hay que ponérsela y sonreír. La idea de la modernidad es que el monito, con música baila. El empleador no cree ya en lealtades ni en la construcción de familias al amparo de la empresa. No puede ni tiene el derecho a exigir que el empleado sí sea “como eran los trabajadores de antes”.

Es el mercado. Es la economía. Es la ley de la oferta y la demanda. La “mano invisible” que Adam Smith, en forma tan pedagógica, explicó en “La Riqueza de las Naciones”, pero parece que nadie entendió.

Hoy no hay amor a la camiseta. De nadie, salvo de los hinchas. No pongamos, entonces, eso como argumento cuando se habla de rebajas de sueldo, de coronavirus, de Ley de Protección del Empleo.

Como que nada que ver…