Columna de Eduardo Bruna: Que el “Ballet Azul” es un mito, lo ratifican las delirantes reacciones de sus hinchas

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Por El Ágora
Actualizado el 16 de febrero de 2023 - 10:04 am

Veterano ya en estos menesteres, uno sabe que afirmar algo así equivale a decirle a un niño que no existe el Viejito Pascuero. Y sabe, también, que se tirarán a la yugular por pinchar un globo más viejo que el de la Good Year. Pero hubiera esperado argumentos sólidos, y no la simple respuesta visceral y emocional.

Por EDUARDO BRUNA / Foto: ARCHIVO

Los chilenos debemos ser el pueblo campeón mundial para crearnos mitos y creer en ellos a pie juntillas. Crecimos convencidos de que la bandera chilena fue elegida como “la más hermosa del mundo”, y que nuestro Himno Nacional, entre todos, sólo fue derrotado, y en fallo fotográfico, por “La Marsellesa”. Ni hablar del “Trauco”, “inamible” monstruo chilote que, hasta el día de hoy, es culpado del desliz de una doncella núbil que queda embarazada. Pamplinas. Simples paparruchadas sin ningún asidero.

El deporte nuestro, como no podía ser de otra manera, cuenta también con su nutrida lista de mitos. Como que el “Tany” Loayza no fue campeón del mundo sólo porque, en su pelea frente a Jimmy Goodrich, en Estados Unidos, fue pisado accidentalmente por el árbitro, Gumboah Smith, que le produjo una fractura de tobillo empezando el combate. Como que Manuel Plaza, formidable maratonista, sólo fue medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Amsterdam, 1928, porque equivocó la ruta y con ello perdió el oro. Como que Sebastián Keitel, velocista que brilló en nuestras pistas durante los años 90, era “el hombre blanco más rápido del mundo”.

Todas ellas, una sarta de pamplinas.

En fin, que a la hora de asumir como ciertos los mitos del deporte, la cosa da para regodearse. Y entre todos ellos, y diría que hasta por encima de cualquiera, está el que debe ser el mayor mito de la historia del deporte chileno: me refiero al Ballet Azul. Por su permanencia de casi 70 años, tanto como por la legión de futboleros que, incluso, no siendo hinchas de la U, se tragan el bulo y compran el buzón.

Cuando en el programa La Tribuna, de Radio Inicia, planteé mi punto de vista, apuntando a que la Universidad de Chile campeón de la Copa Sudamericana sí era un equipo de verdad, y el “Ballet Azul” sólo un fantasioso invento, sabía que muchos delirantes se me iban a tirar a la yugular. Que, así como algunos me encontrarían la razón, porque esgrimí argumentos de peso, otros me harían pedazos a través de las redes, a lo mejor porque afirmar algo así es como decirle a un niño que no existe el Viejito Pascuero.

Nunca aquello me preocupó. Primero, porque ni siquiera uso celular, así que las famosas redes me tienen sin el más mínimo cuidado. Segundo, porque jamás intenté ser irrespetuoso. Sólo dejé planteada la diferencia entre una Universidad de Chile equipazo a nivel casero, y un inflado “Ballet Azul” que, vez que hubo que jugar en serio por la confrontación internacional, nunca respondió en forma cabal a toda su bien ganada fama interna. Para decirlo claro: por los puntos, en Copa Libertadores, el publicitado y venerado “Ballet Azul” jamás dio el ancho. Tampoco la talla.

Fue un equipo de pijama. Es decir, sólo servía para la casa. Como por decirlo muchos quisieran crucificarme, los desafío a que me desmientan y me exhiban un solo triunfo del “Ballet Azul” jugando en serio y por los puntos.

Se esgrime que el “Ballet Azul” llegó a las semifinales de la Copa Libertadores de 1970, con Ulises Ramos en la banca. Y no, pues. Profundo error. Ese equipo era apenas jirones del cuadro que dominó casi por completo el fútbol chileno en la década de los 60 del siglo pasado. A no ser que pretendan compararme al “Chuncho” Barrera con Ernesto Alvarez, al “Torito” Aránguiz con el “Chepo” Sepúlveda o a Carlos Arratia con Leonel Sánchez.

Por lo demás, para que ese cuadro azul llegara a tales instancias tuvo que producirse un hecho ciertamente providencial. Porque Nacional y Peñarol afrontaron los partidos frente a la U absolutamente desmantelados, dato no menor, pero que pasó colado en una época sin internet donde, para informarse de los planteles de cada club, había que datearse con algún periodista “charrúa” de buena voluntad que te entregara la lista. O llamar directamente al club para que te respondieran a través de un fax.

Ocurre que Nacional, que fue eliminado por Universidad de Chile en un partido de definición, jugado en Porto Alegre, afrontó el compromiso con ocho titulares menos. Y lo propio ocurrió luego con Peñarol, semifinalista junto a la U, River Plate y Estudiantes, que sería finalmente el campeón. Pasó que, a 20 años del Maracanazo, que significó el segundo título del mundo para la “Celeste”, la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF), decidida a reverdecer laurales, se tomó muy en serio el Mundial de México, y simplemente les quitó los mejores jugadores a sus representantes coperos.

Me lo confirmó, años atrás, el propio Elías Figueroa: “Los partidos frente a la U los afrontamos con los extranjeros, suplentes y juveniles. Y a Nacional le pasó lo mismo, porque todos los seleccionados estaban concentrados para el Mundial mexicano”, me contó “Don Elías”.

Los más sensatos y pensantes hinchas azules me calificaron de “irrespetuoso”, por pinchar un globo más antiguo que el de la Good Year. A los más delirantes, en cambio, les faltaron los epítetos para adornar sus vociferantes respuestas. Pero, como me suponía, en ninguna de esas destempladas reacciones pude ver un argumento de peso, que dejara de lado la mera reacción emocional.

Incluso César Vaccia, a quien conocí defendiendo en Segunda División la camiseta de Audax Italiano, para transformarse con los años en entrenador de la U, reaccionó claramente molesto. No refutó argumentos con otros de igual o incluso mayor peso. Para él, simplemente, el “Ballet Azul” es “algo sagrado”. Debo deducir, de sus palabras que, cual deidad, se trata de un equipo tan infalible como intocable.

Elevar a “sagrado” a un equipo de fútbol, don César, me parece un poquito mucho. Con sus años de circo, hubiera esperado de usted una respuesta más terrenal y profana.