Serie La Música del Exilio: La historia de Ortiga y su tránsito desde el Canto Nuevo hasta la World Music (parte II)

Este sábado continuamos la historia de un grupo musical chileno ícono del Canto Nuevo. Su relación epistolar con Quilapayún, la subestimación de su rol clave en la “Cantata de los Derechos Humanos”, la grabación de su segundo disco y su vínculo con músicos doctos.

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Por Jorge Castillo Pizarro
Actualizado el 19 de abril de 2025 - 10:00 am

El grupo Ortiga en el Parque Forestal / Foto: HELEN HUGHES

La participación de la mayoría de los fundadores de Ortiga en el Elenco Quilapayún -conformado entre 1972 y 1973 por cinco grupos de jóvenes músicos que actuaban junto a la formación titular- creó un lazo que no rompió ni siquiera el Golpe de Estado.

Aunque debieron transcurrir seis años para el reencuentro físico entre los maestros y sus ex discípulos, convertidos en el intertanto en el más importante grupo musical del Canto Nuevo, el contacto se mantuvo a través de cartas y cassettes.

De esa relación quedan rastros unidireccionales: las cartas y cassettes enviados por Ortiga a Quilapayún y que en enero de 2010 el afamado conjunto entregó a la Pontificia Universidad Católica de Chile como parte de un nutrido acervo de su trayectoria. Casi no existe, en cambio, registro de las respuestas de Quilapayún porque prácticamente todo ese material quedó extraviado.

En general, las misivas de Ortiga eran firmadas por uno de sus líderes, Juan Carlos García, y las respuestas por el director de Quilapayún, Eduardo Carrasco.

En una de las primeras cartas, Ortiga resume su progresión musical, hitos y logros:

“En 1976 fue el año en que comenzamos a tener intensa actividad, nos fueron incluyendo en programas radiales y en los canales 13 y 7 (…) En actuaciones, alrededor de 100, la mayoría para efectos solidarios” (Santiago, abril de 1977).

Proliferación andina

Las misivas y cassettes de Ortiga exponen el difícil ámbito para el canto popular en dictadura, pero también cuestionan tendencias predominantes y remarcan su afán diferenciador:

“Hoy el ambiente folklórico ha sido por nosotros muchas veces criticado, ya que en los últimos tres años el avance musical se ha centrado en un reducido grupo de artistas. Decimos reducido, ya que hay una cantidad increíble de conjuntos que cultivan la música andina, pero que no hacen otra cosa que repetir formas y estilos ya explorados y un tanto caducos, nosotros creemos que el arte debe estar siempre en constante renovación y vemos que la única forma de mantener viva la expresión popular es dar la pelea por hacer cosas nuevas sin perder la raíz americana” (abril de 1977).

Atolladero económico

También era parte de la comunicación la mala situación económica del grupo, en tanto jóvenes músicos volcados al conjunto, con escaso acceso a los medios de comunicación y con pocas actividades fuera del circuito solidario, lo que los lleva a pensar en posibles soluciones:

“Tenemos que salir del atolladero económico que debilita no sólo a nosotros, sino que a todo el movimiento musical (…) A dos años y medio de nuestro inicio distinguimos que no podemos seguir viviendo de la buena voluntad de la gente (…) Nosotros pensamos a estas alturas entrar a poder vender lo que hacemos, llegando a otro público, habriéndonos (sic) mucho más las fuentes de trabajo” (Santiago, octubre 1977).

Ante esa carenciada situación, el apoyo material y anímico de Quilapayún fue constante en esos años de distanciamiento físico. Y Ortiga lo agradeció:

“Agradecemos infinitamente el apoyo que ha llegado de parte de Uds. y que nos ha ayudado a solucionar problemas de mantenimiento instrumental” (Santiago, octubre 1977).

Extracto de carta de 1979 en que Quilapayún critica estrategia de Ortiga / Foto: GENTILEZA

Crítica de Quilapayún

Pero el desconocimiento vivencial de la opresión cotidiana en Chile motivó algunas apreciaciones críticas de Quilapayún sobre la postura de la cultura y música disidente y la prudencia de Ortiga para sortear la censura y evitar la represión.

Así lo revela una única carta de respuesta actualmente en poder de Ortiga, firmada por “los viejos desilusionados”. Está fechada en París, el 30 de mayo de 1979.

En ella, Quilapayún arremete contra las conclusiones de un foro del Centro de Indagación y Expresión Cultural y Artística (Ceneca), el principal núcleo investigador de la cultura nacional en esos años. A su juicio, las conclusiones vertían críticas injustas hacia la Nueva Canción Chilena (NCCh) y la separaban indebidamente del Canto Nuevo, al que estimaban como una nueva expresión de un mismo tronco histórico musical

Quilapayún también reprocha la cautelosa estrategia de Ortiga. Una parte de su planteamiento fue el siguiente:

“Para serles bien francos, esta inquietud surgió en nosotros a raíz de diferentes opiniones que nos llegaron desde Chile sobre el trabajo de ustedes. A mucha gente le parecía que ustedes no estaban aprovechando bien la coyuntura en que estamos y que aparecían como demasiado ingenuos y tímidos en comparación con otros grupos, como el Aquelarre, por ejemplo, que empieza a capitalizar de mejor manera las corrientes críticas del momento” (París, mayo 1979).

A juicio de Quilapayún, aquél es un camino erróneo. Y aconseja a Ortiga:

“Ustedes manifiestan inquietudes y temores que son justificables, pero la solución que buscan nos parece equivocada. Frente al justificado temor de la represión ustedes se protegen haciendo cosas de calidad y que no tengan un carácter provocador, cosa que nos parece excelente. Pero descuidan un aspecto fundamental que es el de la identificación de una gran masa con lo que ustedes hacen cosa que no se consigue solamente con calidad y finura musical. La mejor protección que ustedes podrían tener es la que les dé el pueblo, la gente que los escucha y ama lo que ustedes hacen. Esto se consigue siendo la voz de los sin voz” (París, mayo 1979).

Analizando actualmente aquellos consejos críticos en retrospectiva, Ortiga considera que la estrategia seguida en esos años fue la correcta, porque les abrió puertas, los alejó de lo panfletario y los incentivó a una constante profundización musical.

Actuación para invitados al Simposio de los Derechos Humanos en 1978 / Foto: FUNVISOL

Una cantata sin derechos

Contraponiendo en parte las críticas hechas desde París, Ortiga fue parte del proyecto de la “Cantata de los Derechos Humanos Caín y Abel”, fruto de su vínculo con la Vicaría de la Solidaridad y sensibilizado por lo que ocurría en el país.

La cantata fue estrenada el 22 de noviembre de 1978 en la Catedral de Santiago y luego publicada en disco long play en 1979.

Se interpretó en la sesión inaugural del Simposio Internacional de Derechos Humanos convocado por el cardenal Raúl Silva Henríquez, certamen que incomodó de sobremanera al régimen de Pinochet.

Los prestigiosos compositores Luis Advis, primero, y Cirilo Vila, después, declinaron componer musicalmente la obra, cuyos versos pertenecían al religioso Esteban Gumucio. Vila sugirió el nombre del joven compositor clásico Alejandro Guarello.

La doble circunstancia de que Guarello no dominaba la música popular latinoamericana (como él mismo lo expresó) y la necesidad de contar con un grupo que interpretara las partes latinoamericanas de la cantata motivó al Arzobispado de Santiago a acudir a Ortiga, recomendado por Advis como la mejor opción para encarar el desafío.

“Llegó a nuestra casa la gente del Arzobispado para pedirnos que participáramos en la cantata, a lo que accedimos porque nos dimos cuenta de su enorme significado ético”, cuenta Mauricio Mena, quien tendría un rol preponderante en la estructura final de la obra.

“Días después fue Guarello y nos pasó las partituras que él había creado hasta ese momento y nos dijo que él no manejaba ni la instrumentación andina ni la música latinoamericana y que nos daba margen de acción”, añade Mena.

Juan Carlos García y Manuel Torres interpretando la «Cantata de los Derechos Humanos» en 1978 / Foto: FUNVISOL

Según afirman los actuales Ortiga, ante la ignorancia de los estilos latinoamericanos de Guarello -y con su anuencia- decidieron encarar la creación de la obertura y la música de cuatro temas principales, dejando de lado las partituras originales. La composición fue asumida por Mena y Juan Carlos García, quienes en varias partes hicieron guiños ocultos a la “Cantata Santa María de Iquique” y «La Fragua».

Así nacieron “Canción de América”, “Canción de Abel”, “Canción de la esperanza” y “Una ciudad yo quisiera, ensambladas en una obra que contenía también temas e interludios para coro y orquesta creados por Guarello, quien tenía el rol de director general de la cantata.

En una Catedral abarrotada y con una multitud apostada y hostigada por los aparatos represivos en la Plaza de Armas de Santiago, la obra fue dirigida en vivo por el director de orquesta Fernando Rosas y narrada por el actor Roberto Parada. Ortiga interpretó las canciones mencionadas con una formación compuesta por Juan Carlos García, Mauricio Mena, Daniel Valladares, Juan Valladares, Manuel Torres, Ernesto González y Nelson Vergara, estos dos últimos habituales colaboradores del grupo que reemplazaron a los entonces alejados transitoriamente Marcelo Velis y Carlos Mora. En la grabación del disco se sumó Fernando Carrasco, ex músico de Huamarí y Barroco Andino, y actual miembro de Quilapayún. La presentación introductoria en el disco correspondió al locutor Freddy Hube.

“¡El autor soy yo!”

A inicios de 1979 el Arzobispado de Santiago dispuso la grabación de la cantata, circunstancia que generó una pugna latente hasta hoy.

Mena recuerda que “en un momento de la grabación yo planteo mi desacuerdo con la forma en que se estaba grabando un tema nuestro y el ingeniero de sonido Franz Benko me dice que no tengo por qué meterme y le contesto: ‘¡Me meto porque el autor soy yo!”.

Como resultado, Guarello inscribió la obra bajo su nombre en la entonces Sociedad Chilena del Derecho de Autor. En el desglose autoral de las cuatro piezas de Ortiga unió su nombre a los de Mena, García y el padre Gumucio.

Asimismo, reforzando su condición de autor exclusivo de la obra, en la contraportada del disco aparece su nombre como autor de la música y el del padre Gumucio como creador de los versos. Ortiga es mencionado en el apartado de “intérpretes”.

Los actuales miembros del grupo consideran injusta la inscripción legal en la SCD, su mención secundaria en los créditos y el rol absoluto que se asignó Guarello, aunque no han decidido iniciar acciones legales para reivindicar la autoría de sus canciones.

Por ahora, sólo hacen un mea culpa: “Éramos jóvenes, inexpertos, no teníamos manejo de esta cosa autoral, nunca registramos las canciones, estábamos en plena dictadura, no era fácil”, justifica Mena.

El permanente afán de Guarello en Chile y en el exterior por asignarse el total rol compositor de la cantata modificó con el pasar del tiempo la pasiva actitud de aceptación asumida por el grupo durante largos años. Esa postura se prolongó todavía hasta fines de los años 90. Por eso en 1998, en la conmemoración de los 20 años de la cantata, parte de Ortiga interpretó la obra en el ex Congreso Nacional, en Santiago, bajo la dirección de Guarello. Posteriores conductas puntuales del músico clásico detonaron el malestar definitivo.

Si bien Daniel Valladares admite que “hay que hacer una autocrítica porque deberíamos habernos preocupado antes de eso”, enjuicia “que eso no quita lo injustificado de la situación por parte de Guarello”.

Carátula del segundo disco propio, publicado en 1979 / Foto: SELLO ALERCE

Afianzamiento musical

Un año que partió ingrato remontó con la publicación del segundo disco propio, denominado en España como “Canto Nuevo de Chile”.

Una hermosa e inédita carátula en la discografía nacional -consistente en coloridos dibujos representativos de cada uno de los diez temas, creación del artista chileno Patricio Andrade– insinuaba la madurez adquirida ya antes de oír la música.

A diferencia del disco debut, en el nuevo álbum Ortiga se desplegó en plenitud. Siguió soslayando la canción de denuncia, aunque “El panadero” (E. Barquero-J. Palazuelos) es una dolorosa crítica social, a la vez que “El Albertío” (Violeta Parra) una subrepticia burla a los militares en el poder.

Su mérito es la vinculación con Luis Advis y Jaime Soto León, dos de los más importantes compositores chilenos que amalgamaron la música clásica con la de raíz. Tres recreaciones llevan sus firmas. Advis recreó “Cantando por amor” (I. Parra-A. Rojas) y “Morrocoy” (Venezuela). Soto hizo lo propio con “Yugoeslavo”, fruto de un proyecto inconcluso con Ortiga para recrear temas étnicos de países lejanos. El conjunto no le fue en zaga y recreó “El herrero de la aldea” (Japón) y “Tonto malembe” (Venezuela). En lo local, también fue muy lograda la versión de “Mocito que vas remando” (Rolando Alarcón).

Es cierto, la autoría absoluta se redujo a dos temas –“Danza de los payasos” (García-Velis) y “Las tres pascualas” (Velis)-, equivalente a la mitad de la creación propia del álbum de 1976 (cuatro temas). Sin embargo, el nivel de las nuevas recreaciones marcó una diferencia rotunda con las del álbum debut, muy apegadas a las versiones originales de los temas sudamericanos incluidos aquella vez.

Advis -que seguiría unido a Ortiga por largos años- quedó satisfecho y así lo estampó en la contraportada del disco:

“El grupo instrumental y vocal Ortiga representa una de las más positivas manifestaciones del arte musical popular chileno y latinoamericano, tanto desde el punto de vista recreativo, como técnico e interpretativo”.

(continuará)