Yo lo viví: El lado blanco de Orlando Aravena

El «Maracanazo» lo condenó para siempre, pero ahora que “El Cabezón” descansa en paz, prefiero recordarlo como el jugador ardoroso, el entrenador astuto y la persona bonachona que dejó su huella en el fútbol chileno.

Por JULIO SALVIAT / Fotos: ARCHIVO

A Orlando Aravena lo conocí como jugador, le seguí los pasos como entrenador y gastamos muchas horas jugando pichangas o hablando de fútbol antes y después del maldito Maracanazo. La bengala de la fogueteira y el ardid de Roberto Rojas le cambiaron la vida y pusieron un manto negro en su trayectoria. Pero el castigo a perpetuidad para dirigir partidos internacionales y la suspensión por cinco años como entrenador de clubes no lo derrumbaron: levantó su cabeza grande, siguió alegando inocencia y se dio el gusto de dirigir a un par de clubes antes del retiro definitivo.

Hoy, cuando descansa en paz, asoman los recuerdos de una relación cordial y respetuosa de su parte, e interesada y algo distante de la mía. La cercanía se acrecentó en una gira que la selección que él dirigía realizó por Estados Unidos y Canadá a fines de mayo y comienzos de junio de 1988. Le hice una entrevista sumergidos hasta la cintura en una piscina de hotel en San Diego. Duró toda la mañana y hablamos de todo. Estaba entusiasmado por la cercanía de las clasificatorias del Mundial de Italia y aseguraba que esa serie de partidos en Norteamérica (dos en Toronto y otros en Stockton, San Diego y Fresno) le iban a posibilitar la elección de un plantel confiable.

Le daba mérito a lo conseguido en la Copa América, en Argentina el año anterior, pero no se conformaba. Le brillaban los ojos cuando recordaba el 4-0 a Brasil en Córdoba, una de las actuaciones más gloriosas de La Roja en toda su historia, pero no disimulaba un mohín de disgusto cuando repasaba el 0-1 con Uruguay en Buenos Aires, que impidió el primer título internacional de la Selección. “No debí aleonarlos tanto”, me confesó y después me pidió que eso no lo publicara. Y la nota salió sin ese parrafito en la revista Triunfo (foto principal).

Le gustaba jugar, más que dirigir. Y eso explica que en esa gira haya aceptado una solicitud de los chilenos residentes en Toronto que tenían un equipo que jugaba en la liga local y deseaban medir sus méritos con la selección nacional. La Roja jugaba al día siguiente contra Grecia y se negó inicialmente, pero después dio el sí y armó un equipo B con él como capitán de un conjunto que ocuparía a los que no iban a sudar al día siguiente, el preparador físico, el kinesiólogo y dos periodistas: Roberto Vallejos y el que escribe. Esa tarde de viento frío cumplí el sueño de ponerme la camiseta de la Selección. Y ganamos 4-1.

En uno de los tantos partidos entre periodistas y técnicos en la década del 80, el autor de esta nota marcando a Orlando Aravena. Observan José Santos Arias, Humberto Cruz, Juan Carlos Villalta y Ramón Climent.

Fuimos compañeros de pichanga muchas veces. Una vez adelantó un entrenamiento programado para la tarde de un miércoles porque lo invité a completar el equipo de los periodistas contra otro de San Vicente Tagua Tagua. Y hasta allá llegó con un sobrino quinceañero que jugaba en las inferiores de la UC: el entonces desconocido Jorge Aravena, el Mortero. Está demás contar que goleamos.

También fuimos rivales en las canchas, porque eran frecuentes los ardorosos duelos de periodistas contra entrenadores, normalmente en el estadio Santa Laura.

Tenía buena técnica el Cabezón y alardeaba de sus virtudes. Sonreía irónicamente cuando le resultaba un túnel, pero se ponía serio cuando su equipo iba perdiendo. Lo descubrió Magallanes, se consolidó en O’Higgins, se consagró en Colo Colo, fue figura en La Serena y colgó los botines en Ñublense.

Como entrenador, estudioso de libros no era. Observador, sí, y vivo. Cuando comenzaba su carrera como técnico en Colo Colo, las autoridades del club (todos del grupo Vial, que intervino el club por orden de Pinochet) quisieron hacerlo todo en grande y lo cambiaron por Ferenc Puskas. No les resultó, como tampoco les resultó crear la rama de golf, como pretendían algunos. Dirigió a muchos equipos y llegó a la Selección en 1987.

Por esos días se le ocurrió algo que pocos advirtieron y que ya nadie aplica: en los córners del equipo contrario ponía al lateral zurdo (Roberto Reynero) en el palo derecho y al lateral diestro (Patricio Reyes) en el otro vertical. Beneficio: el arco quedaba mejor cubierto por el mayor alcance y seguridad de las piernas que lo defendían.

Chao, Cabezón. Que te vaya bien en la pichanga de allá arriba.