Cueto, Valdir y Romero

“¡Bengochea! Dígale a su papá que si el domingo no ganamos voy a quemar el carné de socio! Que ponga a los tres en punta y se acaba. Que no se haga problemas si con tres arriba ganamos de más. Cueto, Valdir y Romero. Atrás los del Recreativo son flojos y lentos. ¡Oiga, Bengochea!…”.

Samuel hizo una mueca de desagrado, se escondió tras la bufanda y partió a casa sin escuchar más instrucciones del auxiliar del colegio. A paso veloz y con la cabeza agachada, miraba de reojo a sus compañeros quienes le hacían un gesto en que le mostraban tres dedos de la mano, simbolizando el trío de ataque que debía arrancar el domingo. La provinciana ciudad se le hacía estrecha y asfixiante. Extrañaba a su madre, los amigos, el barrio. Todos allá lejos en la capital.

Días antes comenzaron las llamadas telefónicas. Corría a coger el auricular y cortaban. Otra llamada, otro corte. Escuchaba risitas, presumiblemente de algún grupo de chiquillos del colegio, pero cuando recibió como respuesta al aló un “dile al ratón de tu viejo que juegue con tres arriba, si no el lunes te capamos”, Samuel quedó con el auricular en la mano observando las fotos de papá, en otros tiempos, colgadas junto a la mesa del fono. Una con la camiseta de la selección nacional en el Mundial de España, otra abrazado de Maradona, la de más allá con el equipo tetracampeón del torneo hace nueve años. Buena época, aunque para Samuel sólo imágenes y la figura de mamá, su abuelo y otras caras irrecordables sufriendo ante el televisor.

Al llegar el jueves a casa desempacó la mochila y dejó los libros sobre el escritorio. Abrió el cuaderno de Matemáticas. No entendió ninguna de las fórmulas. Hizo dos rayas furiosas que atravesaron varias páginas y lo cerró.

Escuchó el teléfono, dudó en ir a responder hasta que el sonido concluyó. Segundos después vino nuevamente el rinrineo. Se levantó inquieto, caminó por el pasillo, descolgó y puso el auricular separado de su oído. Murmuró apenas un saludo y cerró temeroso los ojos a la espera de respuesta.

-¿Con la casa de Rubén Bengochea?- dijo la voz al otro lado.

-No

-¿Seguro?

-Eh… No.

-¿Seguro? Estoy llamando de Tarde Deportiva, de Radio Astor. Quiero hacer un contacto en vivo para el programa. En este minuto estamos al aire…

-Le digo que no, que está equivocado…

-Mira chiquillo, sé que es el número, porque Rubén me lo dio hace unos días. ¿A qué hora llega?

Samuel cortó. Cuando retornaba al dormitorio, el aparato volvió a sonar una vez más. Encendió la radio y sintonizó Astor.

“…Cuando se apela a viejas glorias, creyendo que van a tener como entrenadores su éxito de futbolistas las experiencias jamás son positivas. Este es un caso clarísimo –decía el comentarista- de un hombre obnubilado por triunfos de otra época que no sabe escuchar ni a la hinchada, ni a quienes tienen mayor claridad mental para señalarle el camino al triunfo y librar al elenco albirrojo del descenso. ¿Es tan difícil comprender que tiene que hacer jugar a Cueto, Valdir y Romero en delantera?…”

Al escuchar la puerta de entrada a la casa, Samuel apagó la radio y encendió el televisor en el fútbol inglés, un partido del fin de semana anterior entre Liverpool y Aston Villa. Escuchó los pasos de su padre rumbo al dormitorio, luego el bolso cayendo sobre la cama y el agua de la ducha que corrió por más de diez minutos. Rubén salió del baño y asomó la cabeza en la habitación de Samuel. Levantó las cejas a modo de saludo, el chico sólo lo miró y volvió a centrarse en la pantalla.

-¿Cómo va todo, hijo?

-¿Has visto jugar a estos?

-¿Qué?

-Que si los has visto jugar… Que si viste este partido.

-No- reconoció Rubén con un gesto desinteresado, apoyándose en el marco de la puerta y fijando la mirada en el televisor.

-Deberías… Otro ritmo. Fútbol ofensivo.

Rubén frunció el ceño y cerró dando un portazo.

En la madrugada Samuel despertó agitado. Se repetía “Cueto, Valdir y Romero; Cueto, Valdir y Romero, no necesitamos más. Centro de Romero y cabezazo de Valdir. Pase en profundidad de Cueto y gol del negro”. Se levantó, fue a la cocina por algo de comer. Pasó por el living y vio a su padre en el sofá a media luz. Sobre la mesa una carpeta, una pizarrita con imanes albirrojos en que trabajaba la táctica y una botella de whisky a medio acabar. Rubén dormía con el vaso aprisionado en la mano derecha. Samuel se acercó en silencio. Vio tres fichas en delantera. “Cueto, Valdir y Romero – pensó – Al fin”. Volvió al dormitorio, no pudo conciliar el sueño. Encendió la televisión y sintonizó un canal deportivo argentino. Repetición de partidos memorables: River Plate y Argentinos Juniors en 1986. Cuando comenzaba a dormirse, Rubén irrumpió agitado en la habitación.

-¡Ya está Samuelito! ¡La tengo! – gritaba el padre con entusiasmo apretando el puño. Rubén venía con la pizarra y el vaso con más whisky.

– ¡Deja dormir, papá!

-Arévalo y Valdir. ¡No necesitamos más!

Samuel se dio vuelta en la cama, tomó el control remoto que estaba sobre el velador y apagó el televisor. Su padre permanecía riendo, sentado en el piso, indicándole la pizarra y haciendo movimientos con la fichas.

-¡Pero, papá, todo el mundo lo dice! La radio, los diarios. Cueto, Valdir y Romero… Hasta Gaete, el auxiliar del colegio. ¿En qué mundo vives?

-No tienen idea…

-Nunca has hecho jugar a los tres al mismo tiempo.

-¿También crees que soy ratón y tácticamente miserable como dice el diario hoy?

-No papá, no eres ratón. Quiero dormir.

A la mañana siguiente llovía. Rubén ofreció a Samuel llevarlo al colegio antes de partir al campo de entrenamiento. El padre lucía insomne, con marcadas ojeras. No se había afeitado y exhalaba olor a alcohol. Mantenía la vista levemente alzada, fija en un punto indeterminado. Sólo el pestañeo alteraba su foco. Había entrado en la zona crepuscular previa a todo partido crucial, situación que lo caracterizaba desde su época como jugador. Monosílabos, balbuceos, movimientos torpes y lentos. Ya en el auto Rubén sintonizó el programa deportivo de radio Astor. “…Y, sin dudas, el domingo debería ser el encuentro clave en la carrera de Rubén Bengochea. El descenso o el retiro…”. Samuel apagó la radio. Rubén volvió a encenderla, Samuel fue otra vez sobre el botón.

-¿Para qué quieres escucharlos, papá?

-Qué dicen, qué dicen…

-Papá, no tienen idea…

Samuel escarbó en la mochila buscando los guantes. Se los calzó y puso la calefacción del automóvil. Tenía frío

-¿Cómo va el colegio?

-Más o menos…

-No agarras un cuaderno. No agarras cuadernos ni haces amigos… Creo que hay que poner dos, con eso estamos… – murmuró Rubén en una frase casi incomprensible

-Ojalá que pierdan el domingo…

-¿Cómo?

-Que pierdas para que nos vayamos de este pueblo de mierda – le dijo Samuel al llegar al colegio. Cogió el bolso y se bajó. Rubén quiso acompañarlo a la puerta cubriéndolo con el paraguas. “No, no me acompañes”, aconsejó Samuel. Vio a un grupo de chicos en la puerta esperándolo. Rubén subió al auto y se fue.

-Justo quería hablar con su papá – le dijo Gaete a Samuel en la entrada – Le iba a recomendar a los tres en punta ¿Le dio mi recado? – Samuel lo ignoró y se fue a la sala rodeado de un tenue murmullo a su paso.

El fin de semana llovió con intermitencias y al llegar el domingo el temporal se desató con fuerza. Las dos noches anteriores en el hotel de concentración de Independiente, Rubén se ayudó con píldoras para dormir. Samuel había quedado en casa, como cada fin de semana, junto a Dora, la empleada. Al mediodía del domingo, Toro, uno de los directivos del club, pasó por él para llevarlo al estadio. El chico le dijo que se quedaría en casa, que se sentía resfriado y decaído, que seguiría el partido por televisión. Dora cocinó pizza, su comida preferida. No tenía apetito y dejó el plato enfriarse sobre la bandeja. Aniquiló a doscientos ochenta y siete zombies en el videojuego y estableció un nuevo récord. A las tres comenzaba el encuentro y encendió el televisor.

El chirriar molesto y la pantalla emitiendo miles de puntos, le indicaron que el temporal le impediría ver algo. Luego prendió la radio, tampoco había señal. Se paró frente a la ventana. Sentía las manos sudorosas y un tenue dolor de cabeza. Observó caer el agua por varios minutos. Salió al patio abrigado sólo por el chaleco que vestía desde la mañana y comenzó a caminar por el pasto bajo el persistente aguacero. Pisoteaba los charcos y, de vez en cuando, unía ambas manos para acumular agua y beberla, en un juego que le encantaba desde pequeño. Caminaba hasta el fondo del jardín golpeteándose la frente con los dedos. Desde el living, Dora le gritaba ordenándole que entrara, pero Samuel permaneció allí sin obedecer la orden. Continuó paseándose allí los ochenta y cinco minutos restantes. Cuando ya estaba empapado y Dora había salido varias veces para obligarlo a entrar, Samuel sintió bocinazos a lo lejos. Gritos de festejo en la calle.

El partido había terminado. “Ganaron – dijo moviendo la cabeza certeramente- ¡Cueto, Valdir y Romero!”. Rosa apareció con el teléfono por la ventana. Samuel fue lentamente a reponder.

-¡Ganamos, hijo! ¡Nos salvamos!

-¿Cueto, Valdir y Romero?

-No. ¡Valdir y Arévalo!

-¡Burro del carajo! – le dijo Samuel y colgó.